Hay lugares donde uno no entra, sino que se sumerge. Como si el mundo quedara un poco más arriba y el aire se suspendiera apenas cruzás la puerta. Eso me pasó el otro día en Churrasquería, la noche en la que la carne me habló bajito.
Llegué caminando, con la idea de observar y de comer. De entrar en ese modo en el que todo se vuelve más lento y las cosas simples toman espesor. Llevaba en la cabeza esa noción de que esa esquina a la noche tiene un pulso propio. Un pulso que el vermut entiende mejor que nadie.
Antes de entrar, lo primero que note fue el toldo azul oscuro, esa sombra elegante que me recordó a restaurantes porteños especializados en carne y brasas. Adentro, el clima era íntimo: luces bajas, ladrillo, techos altos y jazz. Y ese perfume a parrilla que te acomoda las ideas.
Pedí un Vermut Pichincha para entrar en ritmo. Hay algo del vermut que siempre me pone en ese mood contemplativo, como si te abriera una pequeña ventana interna para mirar mejor. Me sirvieron un vaso 3/4 lleno, con gajo de naranja y soda aparte. Como se debe tomar el Pichincha.
El color se veía hermoso con la luz del salón, mientras afuera oscurecía. Y mientras lo giraba un poquito, apareció el primer gesto que me ganó: una cortesía de cherrys, bocconcinos y pan casero. La belleza siempre está en los detalles que nadie tiene obligación de cuidar.
El brochette de ternera, panceta, pickles de vegetales y mostaza antigua fue el primer aviso de que ahí no estaban jugando. Cuatro sabores que se llevan demasiado bien: umami, salado, ácido y el picor de la mostaza, como una conversación estimulante con amigos.
Después llegó algo en lo que todavía pienso: una lengua a la vinagreta con alcaparrones, reggianito, boquerones, cebollines y focaccia crocante. Un altar a la Navidad con una reversión fantástica. Por un instante pensé: estas son las cosas que te reconcilian con la gastronomía.
Pero el momento real fue la carne. La tira de asado de 700g estaba en ese punto exacto donde la grasa chirriante se vuelve aroma. Cuando la apoyaron en la mesa sentí que la escena pedía frenar para admirarla. O escucharla. La carne, cuando está bien hecha, habla bajito.
No exagero cuando digo que el puré cremoso con poché, cebolla fondant y hongos es una de las mejores guarniciones que comí en mi vida. Lo pido siempre que voy. Nunca me traiciona.
También pedimos otra de coliflor asado, yogurt griego, queso tambito con hierbas y praliné que me pareció perfecta. El crunch acaramelado del praliné, por favor.
El postre cerró como tenía que cerrar: panqueque flambeado con de dulce de leche CARA NEGRA, que es otra cosa que los santafesinos deberíamos defender como patrimonio provincial, helado y garrapiñada. Exquisito.
Antes de irme pedí un café y otro Pichincha. No para seguir bebiendo. Para mirar. Para sostener un poco más esa idea de que a veces salir a comer es una forma de quedarse quieto en un mundo que no para. El vermut acompaña, como un amigo que sabe cuándo no hace falta decir nada.
Gracias @vermutpichincha por apostar a este tipo de contenido. Me encanta visitar esos rincones hermosos de los bares rosarinos para armar este mapa de aquellos lugares especiales. Esta fue la entrega N° 8.



